Así es ser mujer, gitana y feminista
El desconocimiento sobre el pueblo gitano es enorme en esta sociedad tan abierta y receptiva con otras culturas. Abundan los estigmas y estereotipos: se parodian sus vidas, se caricaturiza su forma de hablar. A muchos ojos son ladrones, vagos, analfabetos y, sobre todo, machistas. Pero no es así. “Es cierto que tenemos nuestro propio patriarcado. Pero los gitanos están atravesados por, exactamente, las mismas características machistas que los payos”, nos cuenta Maria José por teléfono. “La única diferencia es que vosotras ponéis límites a ese machismo y el sistema os ayuda a ponerlos. De hecho, facilita esa igualdad, pero a nosotras sigue teniéndonos apartadas en un ambiente de marginalidad”, asegura.
Sin embargo, los frentes abiertos sí son más. “Nos sentimos oprimidas por todas partes. Existe un patriarcado interno y otro externo, el gitano y el payo, que aprietan de una manera feroz a las mujeres gitanas. También hay payos que se creen conocedores de qué es ser gitana y qué necesitan las gitanas y quieren venir a ‘salvarnos’, pero no nos dan voz ni instrumentos para decirlo por nosotras mismas”, dice Maria José.
Y precisamente eso, el hecho de convertirse en objetos políticos con voz propia para terminar de una vez con la discriminación y el odio hacia los gitanos, fue lo que impulsó el nacimiento de la Asociación de Gitanas Feministas por la Diversidad. Tras una manifestación en la Plaza Mayor contra de la deportación de la adolescente romaní Leonarda Dibrani y de toda su familia de Francia en 2013, un grupo de activistas gitanos de distintos puntos de España, ocho mujeres y cinco hombres, decidieron aunar fuerzas para visibilizar todo lo que sigue sufriendo su minoría en nuestro país.
Con sede en Madrid y con cada día más grupos de trabajo en otras comunidades autónomas, la asociación fue fruto de un análisis de seis meses sobre las políticas españolas —sobre todo de los partidos de izquierda— y del papel de las ONG que trabajan para ayudar al colectivo gitano. “La mayoría de esas políticas eran y son racistas”, dice Maria José. “Han venido siempre diseñadas e implementadas por los servicios sociales, con un tinte marginal: alfabetización, alimentación, cursos de costura, peluquería, etc. Así, se sigue subyugando a una población y manteniendo a todo un pueblo en la marginalidad. Pero no hay inclusión en ningún lado”, añade.
Pero ser mujer, gitana y feminista es un cara a cara diario con los estereotipos que sufre la etnia, generalmente, asociados al delito. “Como gitano, tienes que demostrar constantemente que no tienes malas intenciones. Que no vas a robarle el bolso a la mujer con la que estás hablando ni vas a entrar a un supermercado a robar, sino a comprar como cualquier otro”, explica María José.
Estereotipos que están fuertemente instaurados en nuestro imaginario social y que nos hacen encasillar a todas las mujeres gitanas como vendedoras ambulantes, madres de familias numerosas, vírgenes hasta el matrimonio (solo con hombres gitanos) y exentas de decidir sobre su propia sexualidad y de expresarla en voz alta. “Cada vez más, decidimos de manera voluntaria otras formas de emparejarnos que no son el matrimonio y con quién lo hacemos, poco a poco se va avanzando”, cuenta María José.
Pero si a las mujeres gitanas todavía les cuesta tomar las riendas de su sexualidad. Mientras miles de personas disfrutaban estas semanas de la celebración del Orgullo Gay, sigue habiendo quienes deben mantener su orientación sexual apartada de su imagen pública. Su cultura sigue siendo reacia a aceptarles tal como son. “Si eres mujer, gitana y lesbiana es como si el mundo se acabara para ti”, afirma María José.
“Aunque cada vez hay más mujeres y hombres que se atreven a decirlo abiertamente, suelen ser gitanos y gitanas con posiciones privilegiadas: sobre todo hombres con una posición social aceptada, que no dependen económicamente de nadie, que han conseguido un nivel de empoderamiento y respeto suficientes para poder salir del armario”, asegura, pero la mayoría están condenados a llevar una doble vida porque saben a ciencia cierta que serán rechazados por sus familias y por su comunidad religiosa.
Una lucha contra el machismo, de la propia cultura y de la ajena, pero también contra la xeonofóbia para dejar de ser considerados como un problema que solucionar, para convertirse en parte aceptada de una sociedad sin importar el género, la piel, ni la cultura que uno ha heredado. Porque, tal como dice Maria José, “si el feminismo no es antirracista, no es feminismo”.
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