domingo, 22 de marzo de 2015

SIEMPRE HUBO EMPRENDEDORES


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De la choza al Mercedes

Andrés Amar (Conil, 1936) Vivíamos en una choza, mis padres y siete hermanos. Comíamos maíz por la mañana, maíz para almorzar y maíz para cenar. A veces faltaba de todo Empecé con una frutería y luego compré una parcela en El Colorado: tenía 20 vacas, 30 becerros, 100 cochinos y 6.000 gallinas. Años después tenía ocho fruterías; en Cádiz, en San Fernando y en Chiclana. En una llegaba a vender 100.000 pesetas cada día
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Andrés Amar, el pasado lunes en La Vigía, en el municipio de Conil.
  
    La vida de Andrés Amar tiene trazada una frontera nítida, precisa como un tajo. Una noche, en la choza de la familia, en el campo de Conil, el joven Andrés les anunció a su padre y a su madre que se iba a Alemania, que no aguantaba más la vida que llevaba. Le suplicaron, le advirtieron, trataron de frenarlo. Pero chiquillo, tú estás loco, le decía su madre. Él, ni caso. Al día siguiente, temprano, cogió cinco duros y se fue a San Fernando, a apuntarse en una oficina para emigrantes. No salió de la provincia de Cádiz, no pisó nunca Alemania. Pero esa mañana, precisamente ese día, el destino dibujó la raya que divide la vida de Andrés: la frontera que separa dos mundos que uno ve representados por una choza y un Mercedes: la casa que desapareció y el automóvil que conduce este hombre y que nos lleva camino de La Vigía, el lugar en el que se crió.

    El día D, en La Isla, Andrés entró en un bar a tomar un café mientras esperaba que abriesen la oficina para emigrantes. El dueño del bar le preguntó de dónde venía, a dónde iba. Y entablaron conversación. Hablaban de lo mal que pintaba todo, de la cantidad de gente que emigraba, de lo que se podía hacer. En esas, el hombre le comentó al joven conileño que estaría bien abrir allí una frutería. Luego le enseñó un salón y se produjo un diálogo que Andrés evoca satisfecho. ¿Te gusta esto?, dijo el dueño del bar. Era un local en plena calle Real, como para no gustarle ¿Cuánto me vas a llevar?, se atrevió a preguntar Andrés. Nada, respondió el otro. ¿Eso es verdad? Lo es; mira, a mí es que me gustaría que uno de Conil montase aquí una frutería.

    Andrés dio media vuelta, regresó a su pueblo, arregló con un camionero el modo de transportar a diario la mercancía y comenzó así la segunda parte de su vida. Enseguida se dio cuenta de dos cosas: que había nacido para vender y que merecía la pena. El litro de leche lo compraba a una peseta y lo vendía a dos duros, a diez pesetas. A un jornalero le pagaban entonces entre 14 y 20 pesetas por día. Andrés empezó a vender fruta, patatas, leche, huevos. Cuando llevaba un mes con la frutería, echó cuentas. ¡Ganaba 50 duros cada día! Alemania estaba en La Isla.

    El Mercedes rueda por la carretera de La Florida. Gira y toma el carril de La Vigía. Dejamos atrás La Lobita y luego Andrés aparca y caminamos por las tierras que pertenecieron a su padre y que heredaron y se repartieron siete hermanos. Ahora hay varias casas cuyos moradores disfrutan de una vista excepcional. Una pareja de alemanes trajina en el jardín de la suya. "Aquí me crié yo", le dice Andrés al hombre cuando saluda. Parece que no lo ha entendido pero sonríe y asiente.

    El padre de Andrés desmontó estas tierras y la familia vivía aquí. En aquellos tiempos, la gente venía y cogía lo que podía roturar. "Luego salió uno, un abogado de Cádiz, de los marqueses de Conil, y dijo que la tierra era suya y que había que comprarla y hacer las escrituras. Mi padre la compró por muy poco dinero, por nada, por mil pesetas o algo así. Yo era pequeño todavía". Andrés nació en 1936 en Conil, en una casa de la calle La Blanca que, como era costumbre en la gente de campo, sus padres tenían alquilada para usar cuando había feria, en Semana Santa, cuando alguien enfermaba o para los partos. La familia vivía aquí, en La Vigía, en una choza. Sembraban maíz, trigo y cebada. Tenían diez o doce gallinas, cuatro o cinco cerdos y cuatro o cinco vacas. Cuando mataban un cochino, hacían longaniza y salaban el tocino.

    Pero lo que a Andrés le viene a la memoria es el hambre, la escasez. "En la choza no había luz ni servicio ni nada. Todo era con leña, se guisaba con leña. Había veces que no había de nada, que faltaba de todo. Comíamos maíz por la mañana, maíz para almorzar y maíz para cenar. Y cuando no, espoleá. Era horroroso. El trigo había que entregarlo a Franco. Y Franco nos daba el pan. Unos chusquitos, uno para cada uno que íbamos a recoger, caminando, a la Casa de Postas. Éramos nueve, pues nueve chusquitos. Mi padre apartaba un poco de trigo y lo guardábamos bien guardado, que no lo vieran, para molerlo de noche. Lo molía mi padre con unas piedras que había labrado y mi madre lo amasaba y hacía pan al horno. Porque es que con los chuscos que nos daba Franco era imposible vivir. De noche hacíamos un candil con una botella e íbamos al monte a coger caracoles. Es que antes no era como ahora. Antes se llevaba tres meses lloviendo sin parar, que no se podía salir a la calle. No veas lo que pasábamos: sin poder salir y venga agua, venga agua. La comida se pudría y nos quedábamos sin nada".

    Andrés sólo fue un día al colegio. Cuando tenía diez años, más o menos, acudió una noche a la escuela, que estaba en El Colorado: seis kilómetros caminando para abajo y otros seis para arriba, de regreso a casa. "Pero esa noche estaba el maestro escuela borracho y no nos pudo dar clase. Dije: yo no voy más. Y no fui más al colegio ni sé lo que es un colegio". A leer y escribir, a hacer cuentas y a lo que sabe le enseñó su padre, que había estudiado mucho porque se quedó huérfano muy joven y se llevó en el colegio hasta los 18 años. "Lo querían meter a cura y todo".

    El niño Andrés creció trabajando en el campo. En verano, su padre se dedicaba a construir chozas para la gente y él le ayudaba a levantarlas. "Todo el mundo tenía chozas de esas". También trabajaba en la leña y haciendo carbón y picón; y en los caracoles. Los domingos iba a Conil. Caminando, claro. Su padre le daba un duro. "No tenía ni para el cine".

    En 1957, con 20 años, se fue a la mili. "Serví en Melilla. Estuve 18 meses sin ver a mis padres, sin un permiso y sin un duro". Y sin móvil, le apunto. Se ríe. Pero no le fue mal: se libró por los pelos de ir a la silenciada guerra de Sidi Ifni, se tiró tres meses vigilando una playa en la que se bañaban las esposas de los militares y acabó el servicio interpretando el papel de camarero que le presenta la bandeja de la comida al oficial de turno para que compruebe la calidad del rancho de la tropa. La guerra la sorteó gracias a un soldado analfabeto. A ese compañero no le tocaba ir a Sidi Ifni, pero no quería separarse de un primo suyo que sí se iba y que se encargaba de escribirle y leerle las cartas. Andrés se encontró a los dos llorando, se enteró del problema y atisbó una solución: un intercambio. ¿Tú prefieres ir a la guerra con tu primo a quedarte aquí? El soldado se ofreció voluntario y Andrés se quedó en Melilla.

    Fue después de regresar de la mili cuando asomaron nubarrones en los días del veinteañero Andrés. Cayó enfermo, se pasó un mes en cama y un año sin poder trabajar, con un tratamiento a base de inyecciones que le costaban a su padre un riñón. "Me llevaron a un médico de Cádiz, a don Rafael Pita. Resulta que tenía un boquete en los pulmones. Mi padre tuvo que vender de todo para pagar las medicinas. Un día, don Rafael me dijo que me daría el alta si hacía exactamente lo que me pedía: vas a un pinar y pasas allí un día entero; al día siguiente, lo pasas entero en un jardín: al otro día vienes a que yo te vea. Lo hice y me dio el alta. Estás completamente curado, me dijo".

    La vida pareció mejorar cuando el padre de Andrés se hizo con una parcela de 20.000 metros cuadrados. El Ayuntamiento de Conil había sorteado tierras y se la compró por 3.500 pesetas a uno que quiso vender lo que le había tocado. Montaron allí una huerta. Abrieron un pozo, quitaron el lentisco y las palmas y empezaron a sembrar. Andrés bajaba hasta allí caminando todos los días desde La Vigía, echaba la mañana y la tarde trabajando en la huerta y regresaba caminando. Unos 16 kilómetros en total. Pero era mucho trabajo para tan poco producto. Una vez llenó un camión de pimientos gordos y se fue a Cádiz a venderlos. "Los vendí a gorda y a real y la mitad se quedaron sin vender". Fue entonces cuando Andrés dijo basta y decidió poner tierra de por medio, cuando quiso irse a Alemania y fracasó en esa aventura porque se le abrió otra puerta inesperada en La Isla. Lo que vino después fue el triunfo, una sucesión de éxitos en los negocios y de golpes de suerte que él relata con entusiasmo. Un veterinario le ayudó a cambiar de local la frutería. Mudó a otro que una mujer le proporcionó a cambio de tres huevos al día. Pasaron los años y ya vendía mil litros de leche. "Y huevos, un disparate. Me busqué a cinco chavales para repartir, y yo con la paquetera cargada, repartiendo por todo San Fernando entero". Se casó. Se fue a vivir a San Fernando. Compró una tierra en El Colorado. "Me hice con 20 vacas, más de 30 becerros, 100 cochinos y 6.000 gallinas". Vendió la casa de San Fernando y se trasladó a El Colorado. Abrió una frutería en Chiclana, otra en Cádiz y otras en San Fernando. "Llegué a tener ocho fruterías. En una vendía 100.000 pesetas todos los días".

    Le cogió tanta afición Andrés a su trabajo que nunca se planteó coger vacaciones. Dice que no se podía, que había que trabajar, que no había tiempo. Es más: en un viaje de vacaciones obligadas acabó haciendo negocios. Tienes que ir a Granada una semana, nosotros nos ocupamos de la frutería, le dijeron una vez sus hijos. "Me fui con mi mujer y un compadre y su mujer, los cuatro. Pero yo estaba aburrido allí, acostumbrado a andar de un lado a otro, corriendo a todas horas. Pregunté dónde había un almacén que vendiese fruta y me llevaron a uno. Aquello estaba lleno de melones, sandías, patatas... ¿Pueden ustedes mandar un camión para Conil? Claro. Les compré tres mil kilos de melones, mil de cebollas y cuatro mil kilos de patatas. Mire, en El Colorado, en la venta Los Mellizos, pregunte por Andrés Amar y allí lo descarga. Pagué, llegó el camión y en dos días vendí los melones".

    En La Vigía, Andrés posa para el fotógrafo bajo un almendro que plantó su padre. Nos ha señalado el lugar exacto que ocupaba la choza en la que vivía, el sitio en el que cogía caracoles de noche, la vereda por la que sus hermanas caminaban hasta unos pocillos para lavar la ropa. Está allí, en jarras, observando las tierras en las que se crió. Y en toda esa vida que ha tenido hasta ahora, ¿cuál es el mejor recuerdo que tiene? Andrés sonríe. Y responde sin dudar. "Lo mejor fue cuando salí de aquí corriendo, desesperado".

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