Cádiz, al sol de septiembre
De Sancti Petri a Chiclana, pasando por La Barrosa y las marismas de la bahía gaditana. Ventas fuera de ruta para comer muy bien, bodegas, viveros y paseos en canoa. Mucho más que sol y playa
En esta orilla de la costa sur de Cádiz, que va desde el antiguo poblado pesquero de Sancti Petri y hoy puerto deportivo, pasando por el entorno de la playa de La Barrosa hasta Chiclana de la Frontera
(a cuyo municipio pertenece todo), se ha creado un gran centro de
turismo de amplio espectro. Una zona urbana y popular alrededor de las Tres Pistas
—las entradas históricas a la playa—, con el paseo marítimo,
urbanizaciones y villas que configuran lo más parecido a un núcleo
urbano en mitad de la playa, donde la rotonda de la venta El Pino
(con sus míticos desayunos con churros: los churros por estos lares son
cosa seria) hace la función de plaza del pueblo. Y una segunda zona que
se prolonga hasta la torre del Puerco y el final de La Barrosa
ya en el umbral de Conil —el Novo Sancti Petri—, con un trazado que,
gracias a la Ley de Costas de 1988, está pensado para preservar lo mejor
de esta naturaleza y con urbanizaciones para atraer a un turismo al que
no le falta de nada: un enorme campo de golf diseñado por Severiano
Ballesteros, avenidas con palmeras que parecen California, un centro
comercial, chiringuitos y hoteles de cinco estrellas con lobbies
para el copeteo. Este complejo supuso a partir de la década de los
noventa el gran impulso turístico de esta zona de la bahía de Cádiz
dominada por los siete kilómetros de una playa que lo tiene todo:
arenales, dunas y un entorno de marismas.
No muy lejos, siguiendo por la carretera de La Barrosa (CA-2134), a la altura de la urbanización Las Mogarizas, está el parque natural Bahía de Cádiz con las salinas de Carboneros.
Entrar aquí es perderse por un paisaje muy poco transitado de pinos,
senderos y marismas que sirven de refugio a numerosas especies del reino
animal y vegetal. Casi enfrente, el restaurante Popeye
(camino Carrajolilla, 1), que bien vale una parada y disfrutar de las
vistas a las marismas con un aliño chiclanero y unos langostinos
locales. Y de aquí, dirigirnos hacia La Barrosa. Playa con su inmensidad y buenos sitios para recalar: en el paseo marítimo, a la altura de la Pista 2, restaurante Zurga,
con unas sardinas sin competencia; y más adelante, en la carretera
paralela a la playa, a la altura de la calle de Róbalo, restaurante Manguita
(ojo que hay otros dos, uno en Chiclana pueblo y otro en el Novo),
visita obligada, un clásico chiclanero en el que todo está delicioso a
precios razonables. Cómo no, también están los chiringuitos: en el Novo
Sancti Petri, Vavá Playa, enfrente del hotel Vincit; Mojama Beach, a la altura de la calle del Rape, y Atenas, ya casi al final de La Barrosa y fin de un largo paseo por el borde del mar para quedarse como nuevo.
Es el caso de la Venta El Cotín
(camino del Sotillo, 52), que a primera hora de la mañana bulle de
gente — lo mismo en ropa de faena que con atuendo playero— que se afana
en untar sobre una variada oferta de panes (mollete, Viena, telera,
moreno) tostados los más diversos productos: mantequilla, margarina,
paté, sobrasada, zurrapa de lomo y la mítica manteca colorá,
con o sin asiento (restos derivados de la fritura especiada del cerdo);
una cucharada de esta anaranjada delicia bastaría para satisfacer las
necesidades de un regimiento. Aquí el café, como en toda la provincia,
se sirve fuerte y a temperatura magma o superior. Para la hora del fino o
la omnipresente Cruzcampo destacan la ensaladilla rusa y la carne al
toro.
En el núcleo urbano chiclanero, en lo que antes eran las afueras, se encuentra la Venta La Capilla
(La Vid, 6), muy recomendable por su patio interior y por la calidad de
lo que sirven (ojo a las coquinas a la marinera y a la morena frita
adobada) a unos precios que para el habitante de la gran ciudad resultan
sorprendentes. Y en una de las áreas más camperas del pueblo destaca la
Venta Florentina (Pago del Humo, 5), especializada en guisos marineros, arroces de campo (pollo, conejo) y embutidos ibéricos.
Al borde de la antigua carretera general tenemos la Venta Espadita (Los Cantaros, s/n), perteneciente a la modalidad de ventas de paso (que en su génesis despachaban cerca de las paradas de coches), a la que conviene ir, bien por la mañana (sus rebanadas de pan de campo son gloriosas), bien por la noche (para degustar a la fresca en la gran terraza algún pescado asado acompañado de piriñaca, el preceptivo picadillo aliñado de la zona).
Planes sin salir de El Colorao: en la carnicería El Negro Palillo elaboran una de las mejores morcillas del orbe; para los veraneantes tempraneros, a primeros de junio se celebra la animada feria local; y para los amantes de los cachivaches, las gangas y el regateo, un estupendo mercadillo dominical.
El mercado de abastos es otra gloria chiclanera que merece la pena por ambiente y calidad del género. Y por el puesto de las especias que lleva ahí desde 1964. Su última aportación gastronómica es un molido de Tío Pepe que sustituye al vino para un guiso de altura. También hay cantina, Santa Mónica (El Walla para enterados), con tapas del mismo pescado que venden en los puestos fritos con arte centenario.
A tiro de piedra están las Bodegas San Sebastián (Mendaro, 15) y Miguel Guerra
(Mendaro, 16), de los pocos vestigios que quedan de las decenas que
había en el pueblo y que lo hicieron famoso. Vino de Chiclana, poca
broma. Lugares para alucinar donde sirven en su punto ora fino, ora
oloroso con embutidos ricos como la butifarra local. En la esquina, Casa Adolfo
(plaza del Retortillo, 3), donde solían juntarse las élites locales (y
las élites no dan puntada sin hilo) con un jamón que obnubila.
Un poco más alejadas de este circuito céntrico, otras dos bodegas ilustres: cruzando el río, Bodega Sanatorio (Del Olivo, 1), con un patio emparrado auténtico, y la Bodega La Cooperativa (polígono industrial El Torno), muy popular entre los nativos, con una carta extensa de especialidades locales (chicharrones, salazones atuneras, quesos como el Payoyo…) a precios más que asequibles; con suerte, está el señor que vende cartuchitos de camarones.
1. Islotes, castillos y pescado fresco
El principio fue el poblado de Sancti Petri. Este reducto, que milagrosamente se ha salvado de la especulación y sobre el que pende un Plan Especial del Ayuntamiento de Chiclana, lleva siglos aquí. Sus cuatro casas de pescadores, antiguos almacenes de salazones y hasta capilla, impregnado todo con un toque fantasmal, es un buen sitio para empezar y acabar el día con sus famosos atardeceres rojos. Allá donde se mire guarda una sorpresa: las vistas al islote con su castillo, las marismas, San Fernando y a otra playa, Sancti Petri, valga la redundancia, separada por un pequeño acantilado de La Barrosa. Ahora, en lo que fue una de las almadrabas más importantes de Andalucía, está el puerto deportivo, donde se enseña surf, vela y se alquilan embarcaciones privadas para darse un garbeo o pescar; muy recomendable es la opción de alquilar una canoa en el centro de turismo náutico Sancti Petri Kayak (no se requiere ninguna habilidad especial y es válido para cualquier edad) y recorrer el caño y las marismas aledañas; conviene, eso sí, pedir antes información sobre las mareas y las corrientes. Para comer pescado bien fresco o tomar algo desde la terraza con vistas al Caño, dos restaurantes: Club Náutico (Calleja, 1), que pese al nombre no es nada lujoso, y al lado, el de la asociación de pescadores Caño Chanarro.2. Catálogo de ventas
Chiclana es (o era, ahora en su mayoría ha sido sustituido por rotondas y chalets) tierra de campo, así que las ventas —humildes establecimientos de abastecimiento básico— son parte de la cultura local. Las hay en abundancia, pero aquí citaremos algunas de las auténticas, esas que suponen una buena inmersión en la Chiclana profunda —turismo antropológico, vaya— y una alternativa al establecimiento playero clásico. Son ideales para un desayuno contundente o para degustar un vino acompañado de especialidades típicas. Muchas han evolucionado paralelas al desarrollo urbanístico, y donde antes había apenas un chamizo perdido entre carriles de tierra, hoy se alza un local de obra decentemente acondicionado y rodeado de pavimento.
Los desayunos de Venta El Cotín son famosos por sus molletes, por ejemplo, con manteca ‘colorá’
Al borde de la antigua carretera general tenemos la Venta Espadita (Los Cantaros, s/n), perteneciente a la modalidad de ventas de paso (que en su génesis despachaban cerca de las paradas de coches), a la que conviene ir, bien por la mañana (sus rebanadas de pan de campo son gloriosas), bien por la noche (para degustar a la fresca en la gran terraza algún pescado asado acompañado de piriñaca, el preceptivo picadillo aliñado de la zona).
3. Los secretos de ‘El Colorao’
A unos 12 kilómetros de Chiclana — término municipal de Conil—, junto a las calas de Roche, está la pedanía de El Colorado (vulgo, El Colorao), una suerte de poblado del Oeste moderno (dos hileras de casas bajas flanqueando una avenida principal, en este caso la antigua carretera general Cádiz-Algeciras) en el que, en términos gastronómicos, un nombre destaca: Venta Melchor. Se fundó en 1960 como venta canónica (de las de alivio básico para viajeros y gente de campo y con un almacén en el que se despachaban hasta piensos) y hoy es una de las glorias culinarias de la zona (y a diferencia de otros reputados establecimientos de la provincia, como El Campero, en Barbate, o el Ventorrillo El Chato, en Cádiz, aún se le puede colgar la etiqueta de “secreto mejor guardado”). Trabajan con productos locales de temporada de primera calidad (la huerta de Conil es celebrada en toda la comarca) para elaborar una carta cambiante que incluye algún guiño moderno, pero en la que destacan los platos de cuchara de toda la vida (guisos marineros, potajes, berzas…), los arroces y el atún (su paté de morrillo se ha llevado varios premios).Planes sin salir de El Colorao: en la carnicería El Negro Palillo elaboran una de las mejores morcillas del orbe; para los veraneantes tempraneros, a primeros de junio se celebra la animada feria local; y para los amantes de los cachivaches, las gangas y el regateo, un estupendo mercadillo dominical.
4. Viveros para huir del mundo
Por la razón que sea (unos dicen que por la demanda cuando se empezaron a construir las urbanizaciones, otros porque aquí siempre ha habido venta ambulante de plantas), en no más de 20 kilómetros, desde Chiclana pueblo hasta Conil, hay una curiosa concentración de viveros que cuando uno entra ahí se cree que está en una selva. Y según a qué horas, por la mañana pronto o después de comer hasta media tarde cuando no hay casi nadie, son como remansos para escapar hasta de uno mismo. Viveros Chaves, en Chiclana pueblo (avenida de la Diputación, 47), lo montó Juan Chaves hace más de 30 años. Su madre, con puesto de verduras en el mercado, empezó a llevar alguna flor. La idea prosperó y el hijo ya tiene otro, Viveros Infraplant (cruce de las carreteras Fuente Amarga con La Rana Verde). La variedad de plantas es tanta que lanza una aproximación: ¿3.000-4.000? Las más solicitadas son buganvillas, hibisco y dama de noche. Este mismo cruce lleva a la carretera Cádiz-Málaga y en el kilómetro 17,4 está Viveros San Fiacre (barrio El Colorado), y un poco más adelante, Viveros Reyes (kilómetro 19,3), el decano que lleva aquí más de 40 años. Pinos, olivos, plataneras… se mezclan con grandes superficies repletas de cerámica de todo tipo, maceteros, tinas… de tantos estilos (desde lo más barroco hasta el minimalismo) que es difícil encontrar algo parecido. Incluso, hay vestigios de artesanía local que merece ser salvada. Objetos de mimbre o paja, que según cuenta Juan Reyes, hijo del fundador del vivero, son del maestro artesano Antonio López, de Chiclana (cuna también de cesteros). Apenas a unos metros, Viveros El Tejar (kilómetro 19,8), que empezó siendo una alfarería y de ahí que también junto con las plantas se mezclen objetos de cerámica de todo tipo. Aquí, su mejor momento es con la caída del sol, porque a diferencia de otros viveros que están en parte cubiertos por una red que los protege del viento de Levante, que suele pegar fuerte cuando pega, todo está al aire libre.5. Tapeo exprés por Chiclana y sus bodegas
Aquí no hay playa. Chiclana, que más que un pueblo es una ciudad de 82.000 habitantes, es el centro de operaciones de la zona y un cambio de aires muy aconsejable si se echa en falta el asfalto. En la céntrica calle de La Vega (una de las más animadas por la mañana, y peatonal) hay que parar sí o sí en la Peña Emilio Oliva (número 16): prodigiosa la cantidad de tapas ricas que hace el jefe sin cocina, apañándoselas con una planchita diminuta. Dos imprescindibles son el montadito de filete y las papas aliñás (versión minimalista, pero certera). Muy cerca, Taberna el 22 (Alameda del Río, 17), con su ensaladilla picante que ha hecho las delicias de varias generaciones (y en Chiclana, ojo, la ensaladilla rusa es una religión y un arte).El mercado de abastos es otra gloria chiclanera que merece la pena por ambiente y calidad del género. Y por el puesto de las especias que lleva ahí desde 1964. Su última aportación gastronómica es un molido de Tío Pepe que sustituye al vino para un guiso de altura. También hay cantina, Santa Mónica (El Walla para enterados), con tapas del mismo pescado que venden en los puestos fritos con arte centenario.
Un poco más alejadas de este circuito céntrico, otras dos bodegas ilustres: cruzando el río, Bodega Sanatorio (Del Olivo, 1), con un patio emparrado auténtico, y la Bodega La Cooperativa (polígono industrial El Torno), muy popular entre los nativos, con una carta extensa de especialidades locales (chicharrones, salazones atuneras, quesos como el Payoyo…) a precios más que asequibles; con suerte, está el señor que vende cartuchitos de camarones.
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