miércoles, 25 de abril de 2018

LA CIFUENTES NO TIENE DIGNIDAD PARA TENERLO

Coños

BÁRBARA ARENA

<p><em>El origen del mundo</em>, de Gustave Courbet, 1886. </p>
El origen del mundo, de Gustave Courbet, 1886. 
 
Hace poco leí a una chica expresar su preocupación por si la camiseta que portaba, pretendidamente subversiva, podía ser tránsfoba. Cuando abrí la foto de la prenda en cuestión, me encontré un trozo de tela blanco con la palabra coño escrita en medio. Confieso que me pegué un sustazo, y no porque el vocablo me escandalice; lo que me asustó (y entristeció) fue la angustia de la chavala (desde luego, bastante reveladora). Aun a riesgo de recibir los volúmenes de hate que provocan este tipo de comentarios, diré que me impacta que el feminismo esté sucumbiendo a la demanda creciente de erradicar la vagina de su discurso. Curioso también que me sienta impelida a disculparme de antemano por escribir algo tan, no sé, ¿inocuo? Pero no es éste un miedo nuevo; la presión ha ido in crescendo. Hace unos años, Planned Parenthood (la Planificación Familiar estadounidense) se vio obligada a cambiar una serie de documentos acerca del derecho a abortar, sustituyendo el término “mujer” por el término “menstruante”. Ya en ese momento me chocó la decisión. Por supuesto que hay hombres que se quedan embarazados, pero considerando lo que —desde una perspectiva histórica— ha supuesto para la mujer cis ser la gestante; cómo sus características biológicas han condicionado su identidad social y cuánto le ha costado (y sigue costando) ganar control sobre su cuerpo (un cuerpo específico), me invadió un enfado íntimo que no fui capaz de verbalizar entonces. Creo que sentí que se nos expoliaba, que se nos desproveía del lenguaje del que por fin nos atrevíamos a servirnos para explicar experiencias concretas. Cuando nuestra voz reunía la fuerza necesaria para alzarse, se exigía a esa voz pasar por un filtro que la privaba de los elementos asociados a nosotras; elementos preñados de sentido, de connotación, de vigor (quedando el alegato huérfano de matriz, neutralizado). Desaparece la palabra coño. Desaparece la palabra mujer. Otra vez. 
Sabido es que, de un tiempo a esta parte, se ha erigido en el activismo (sobre todo en el que se da en redes sociales) una jerarquía de privilegios, asentándose la idea de que, a menor privilegio, más razón tiene uno. Cierto es que el peso del privilegio lo calcula mejor quien sufre sus consecuencias que quien las disfruta, y por ello es necesario escuchar con atención lo que denuncian quienes apenas son oídos. No cabe duda de que las personas trans ocupan los lugares menos favorables del escalafón: ellas soportan a diario un tipo de violencia aborrecible y letal, un rechazo colectivo que convierte su cotidianidad en una sucesión de traumas. Ahora bien: convenido que la discriminación que padecen es indiscutible, una postura intelectual debe tener lógica interna (la falacia es falacia con independencia de la posición que quien la emite ostente en dicha jerarquía). Acusar por defecto a quien rebate argumentos transfeministas de estar haciendo uso de su privilegio (e, incluso, de transfobia) elimina cualquier posibilidad de diálogo. De este modo, se extiende una retórica (en mi opinión, tramposa e individualista) que, lejos de señalar con precisión las problemáticas a las que nos enfrentamos, en demasiados casos las niega (dificultando, de hecho, la labor de resolverlas).
La vagina no es un tema baladí, por mucho que repitan lo contrario. No puede serlo en una mundo tan falocéntrico como el nuestro (un mundo en el que, literalmente, los hombres cis se miden las pollas para comparar su virilidad; un mundo en el que el pene es a menudo utilizado para asaltar espacios personales; un mundo en el que el miembro cuenta con una carga simbólica casi totémica). Mientras que el pene es exhibido, el coño es ridiculizado (su mucosidad, su olor, su vello); mientras que la educación sexual gira en torno al glande, nuestros genitales son siempre relegados a un segundo plano. La vagina se autopercibe, desde bien pronto, como una carencia (como una falta de, un mero recipiente); sólo después descubrimos –de forma autodidacta y con frecuencia sorpresiva para nosotras– su entidad propia, sus particularidades. La vagina es el canal que conduce al útero, el canal de parto, el canal por el que menstruamos; está vinculada al sexo y a la maternidad y entronca con todo aquello que hace que el género mujer sea el políticamente oprimido. Hay mujeres con pene y hombres con vagina, sí, pero la experiencia de la mujer cis en el mundo está radicalmente unida al hecho de tener vagina.
Llevamos poco tiempo pudiendo decir COÑO, con todas sus letras, como para que se nos silencie. Si el esfuerzo feminista está encaminado a desmontar la estructura patriarcal, parece absurdo obviar sus mecanismos en pos de un relato utópico sobre la sociedad deseada (una sociedad neutra que todavía no existe). Hagamos un análisis serio de la realidad material a la que estamos sujetas hoy: describamos la clase de dolor que se nos inflige a cada una, lo que tiene de común y lo que tiene de diferente, y combatamos al mismo "enemigo" con mayor eficacia. Hablemos, escuchémonos, comprendámonos. Seamos generosas. Trabajemos juntas.

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