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De la choza al Mercedes
Andrés Amar (Conil, 1936) Vivíamos en una
choza, mis padres y siete hermanos. Comíamos maíz por la mañana, maíz
para almorzar y maíz para cenar. A veces faltaba de todo Empecé con una
frutería y luego compré una parcela en El Colorado: tenía 20 vacas, 30
becerros, 100 cochinos y 6.000 gallinas. Años después tenía ocho
fruterías; en Cádiz, en San Fernando y en Chiclana. En una llegaba a
vender 100.000 pesetas cada día
La vida de Andrés Amar tiene trazada una frontera nítida,
precisa como un tajo. Una noche, en la choza de la familia, en el campo
de Conil, el joven Andrés les anunció a su padre y a su madre que se iba
a Alemania, que no aguantaba más la vida que llevaba. Le suplicaron, le
advirtieron, trataron de frenarlo. Pero chiquillo, tú estás loco, le
decía su madre. Él, ni caso. Al día siguiente, temprano, cogió cinco
duros y se fue a San Fernando, a apuntarse en una oficina para
emigrantes. No salió de la provincia de Cádiz, no pisó nunca Alemania.
Pero esa mañana, precisamente ese día, el destino dibujó la raya que
divide la vida de Andrés: la frontera que separa dos mundos que uno ve
representados por una choza y un Mercedes: la casa que desapareció y el
automóvil que conduce este hombre y que nos lleva camino de La Vigía, el
lugar en el que se crió.
El día D, en La Isla, Andrés entró en
un bar a tomar un café mientras esperaba que abriesen la oficina para
emigrantes. El dueño del bar le preguntó de dónde venía, a dónde iba. Y
entablaron conversación. Hablaban de lo mal que pintaba todo, de la
cantidad de gente que emigraba, de lo que se podía hacer. En esas, el
hombre le comentó al joven conileño que estaría bien abrir allí una
frutería. Luego le enseñó un salón y se produjo un diálogo que Andrés
evoca satisfecho. ¿Te gusta esto?, dijo el dueño del bar. Era un local
en plena calle Real, como para no gustarle ¿Cuánto me vas a llevar?, se
atrevió a preguntar Andrés. Nada, respondió el otro. ¿Eso es verdad? Lo
es; mira, a mí es que me gustaría que uno de Conil montase aquí una
frutería.
Andrés dio media vuelta, regresó a su pueblo, arregló
con un camionero el modo de transportar a diario la mercancía y comenzó
así la segunda parte de su vida. Enseguida se dio cuenta de dos cosas:
que había nacido para vender y que merecía la pena. El litro de leche lo
compraba a una peseta y lo vendía a dos duros, a diez pesetas. A un
jornalero le pagaban entonces entre 14 y 20 pesetas por día. Andrés
empezó a vender fruta, patatas, leche, huevos. Cuando llevaba un mes con
la frutería, echó cuentas. ¡Ganaba 50 duros cada día! Alemania estaba
en La Isla.
El Mercedes rueda por la carretera de La Florida.
Gira y toma el carril de La Vigía. Dejamos atrás La Lobita y luego
Andrés aparca y caminamos por las tierras que pertenecieron a su padre y
que heredaron y se repartieron siete hermanos. Ahora hay varias casas
cuyos moradores disfrutan de una vista excepcional. Una pareja de
alemanes trajina en el jardín de la suya. "Aquí me crié yo", le dice
Andrés al hombre cuando saluda. Parece que no lo ha entendido pero
sonríe y asiente.
El padre de Andrés desmontó estas tierras y
la familia vivía aquí. En aquellos tiempos, la gente venía y cogía lo
que podía roturar. "Luego salió uno, un abogado de Cádiz, de los
marqueses de Conil, y dijo que la tierra era suya y que había que
comprarla y hacer las escrituras. Mi padre la compró por muy poco
dinero, por nada, por mil pesetas o algo así. Yo era pequeño todavía".
Andrés nació en 1936 en Conil, en una casa de la calle La Blanca que,
como era costumbre en la gente de campo, sus padres tenían alquilada
para usar cuando había feria, en Semana Santa, cuando alguien enfermaba o
para los partos. La familia vivía aquí, en La Vigía, en una choza.
Sembraban maíz, trigo y cebada. Tenían diez o doce gallinas, cuatro o
cinco cerdos y cuatro o cinco vacas. Cuando mataban un cochino, hacían
longaniza y salaban el tocino.
Pero lo que a Andrés le viene a
la memoria es el hambre, la escasez. "En la choza no había luz ni
servicio ni nada. Todo era con leña, se guisaba con leña. Había veces
que no había de nada, que faltaba de todo. Comíamos maíz por la mañana,
maíz para almorzar y maíz para cenar. Y cuando no, espoleá. Era
horroroso. El trigo había que entregarlo a Franco. Y Franco nos daba el
pan. Unos chusquitos, uno para cada uno que íbamos a recoger, caminando,
a la Casa de Postas. Éramos nueve, pues nueve chusquitos. Mi padre
apartaba un poco de trigo y lo guardábamos bien guardado, que no lo
vieran, para molerlo de noche. Lo molía mi padre con unas piedras que
había labrado y mi madre lo amasaba y hacía pan al horno. Porque es que
con los chuscos que nos daba Franco era imposible vivir. De noche
hacíamos un candil con una botella e íbamos al monte a coger caracoles.
Es que antes no era como ahora. Antes se llevaba tres meses lloviendo
sin parar, que no se podía salir a la calle. No veas lo que pasábamos:
sin poder salir y venga agua, venga agua. La comida se pudría y nos
quedábamos sin nada".
Andrés sólo fue un día al colegio. Cuando
tenía diez años, más o menos, acudió una noche a la escuela, que estaba
en El Colorado: seis kilómetros caminando para abajo y otros seis para
arriba, de regreso a casa. "Pero esa noche estaba el maestro escuela
borracho y no nos pudo dar clase. Dije: yo no voy más. Y no fui más al
colegio ni sé lo que es un colegio". A leer y escribir, a hacer cuentas y
a lo que sabe le enseñó su padre, que había estudiado mucho porque se
quedó huérfano muy joven y se llevó en el colegio hasta los 18 años. "Lo
querían meter a cura y todo".
El niño Andrés creció trabajando
en el campo. En verano, su padre se dedicaba a construir chozas para la
gente y él le ayudaba a levantarlas. "Todo el mundo tenía chozas de
esas". También trabajaba en la leña y haciendo carbón y picón; y en los
caracoles. Los domingos iba a Conil. Caminando, claro. Su padre le daba
un duro. "No tenía ni para el cine".
En 1957, con 20 años, se
fue a la mili. "Serví en Melilla. Estuve 18 meses sin ver a mis padres,
sin un permiso y sin un duro". Y sin móvil, le apunto. Se ríe. Pero no
le fue mal: se libró por los pelos de ir a la silenciada guerra de Sidi
Ifni, se tiró tres meses vigilando una playa en la que se bañaban las
esposas de los militares y acabó el servicio interpretando el papel de
camarero que le presenta la bandeja de la comida al oficial de turno
para que compruebe la calidad del rancho de la tropa. La guerra la
sorteó gracias a un soldado analfabeto. A ese compañero no le tocaba ir a
Sidi Ifni, pero no quería separarse de un primo suyo que sí se iba y
que se encargaba de escribirle y leerle las cartas. Andrés se encontró a
los dos llorando, se enteró del problema y atisbó una solución: un
intercambio. ¿Tú prefieres ir a la guerra con tu primo a quedarte aquí?
El soldado se ofreció voluntario y Andrés se quedó en Melilla.
Fue
después de regresar de la mili cuando asomaron nubarrones en los días
del veinteañero Andrés. Cayó enfermo, se pasó un mes en cama y un año
sin poder trabajar, con un tratamiento a base de inyecciones que le
costaban a su padre un riñón. "Me llevaron a un médico de Cádiz, a don
Rafael Pita. Resulta que tenía un boquete en los pulmones. Mi padre tuvo
que vender de todo para pagar las medicinas. Un día, don Rafael me dijo
que me daría el alta si hacía exactamente lo que me pedía: vas a un
pinar y pasas allí un día entero; al día siguiente, lo pasas entero en
un jardín: al otro día vienes a que yo te vea. Lo hice y me dio el alta.
Estás completamente curado, me dijo".
La vida pareció mejorar
cuando el padre de Andrés se hizo con una parcela de 20.000 metros
cuadrados. El Ayuntamiento de Conil había sorteado tierras y se la
compró por 3.500 pesetas a uno que quiso vender lo que le había tocado.
Montaron allí una huerta. Abrieron un pozo, quitaron el lentisco y las
palmas y empezaron a sembrar. Andrés bajaba hasta allí caminando todos
los días desde La Vigía, echaba la mañana y la tarde trabajando en la
huerta y regresaba caminando. Unos 16 kilómetros en total. Pero era
mucho trabajo para tan poco producto. Una vez llenó un camión de
pimientos gordos y se fue a Cádiz a venderlos. "Los vendí a gorda y a
real y la mitad se quedaron sin vender". Fue entonces cuando Andrés dijo
basta y decidió poner tierra de por medio, cuando quiso irse a Alemania
y fracasó en esa aventura porque se le abrió otra puerta inesperada en
La Isla. Lo que vino después fue el triunfo, una sucesión de éxitos en
los negocios y de golpes de suerte que él relata con entusiasmo. Un
veterinario le ayudó a cambiar de local la frutería. Mudó a otro que una
mujer le proporcionó a cambio de tres huevos al día. Pasaron los años y
ya vendía mil litros de leche. "Y huevos, un disparate. Me busqué a
cinco chavales para repartir, y yo con la paquetera cargada, repartiendo
por todo San Fernando entero". Se casó. Se fue a vivir a San Fernando.
Compró una tierra en El Colorado. "Me hice con 20 vacas, más de 30
becerros, 100 cochinos y 6.000 gallinas". Vendió la casa de San Fernando
y se trasladó a El Colorado. Abrió una frutería en Chiclana, otra en
Cádiz y otras en San Fernando. "Llegué a tener ocho fruterías. En una
vendía 100.000 pesetas todos los días".
Le cogió tanta afición
Andrés a su trabajo que nunca se planteó coger vacaciones. Dice que no
se podía, que había que trabajar, que no había tiempo. Es más: en un
viaje de vacaciones obligadas acabó haciendo negocios. Tienes que ir a
Granada una semana, nosotros nos ocupamos de la frutería, le dijeron una
vez sus hijos. "Me fui con mi mujer y un compadre y su mujer, los
cuatro. Pero yo estaba aburrido allí, acostumbrado a andar de un lado a
otro, corriendo a todas horas. Pregunté dónde había un almacén que
vendiese fruta y me llevaron a uno. Aquello estaba lleno de melones,
sandías, patatas... ¿Pueden ustedes mandar un camión para Conil? Claro.
Les compré tres mil kilos de melones, mil de cebollas y cuatro mil kilos
de patatas. Mire, en El Colorado, en la venta Los Mellizos, pregunte
por Andrés Amar y allí lo descarga. Pagué, llegó el camión y en dos días
vendí los melones".
En La Vigía, Andrés posa para el fotógrafo
bajo un almendro que plantó su padre. Nos ha señalado el lugar exacto
que ocupaba la choza en la que vivía, el sitio en el que cogía caracoles
de noche, la vereda por la que sus hermanas caminaban hasta unos
pocillos para lavar la ropa. Está allí, en jarras, observando las
tierras en las que se crió. Y en toda esa vida que ha tenido hasta
ahora, ¿cuál es el mejor recuerdo que tiene? Andrés sonríe. Y responde
sin dudar. "Lo mejor fue cuando salí de aquí corriendo, desesperado".